Infierno Azul
-By Laura Ramón Andréu
El intenso perfume a sal se colaba en el interior de cada uno de
nosotros, provocando una quemazón superior a la que el miedo
originaba en nuestro cuerpo desde hacía meses, desde que lo
planeamos todo.
Nadie se movía por el temor a desestabilizar nuestro medio de
transporte tan rudimentario, tampoco hablaban, tal vez porque no
había mucho que decir y lo poco que se dijese caería en un pozo de
silencios sin respuesta. Los únicos valientes que se atrevían a
alzar la voz eran los dos bebés con sus lloreras a causa del frío
carasterístico de las noches veraniegas.
Lo más dificil había concluido, o eso me habían comentado antes de
embarcarme a esta experiencia que tristemente siempre tendré que
recordar.
Observé una a una las caras de todos los que me acompañaban: dos
hombres, nueve mujeres y cuatro niños que no alcanzaban los cinco
años, eran quince personas, dieciséis conmigo. Cada mirada era
distinta a la anterior, pero todas compartían un mismo atisbo de
incertidumbre reflejado en ellas. Así, mirando a mi alrededor, la
imagen de mi madre se instauró en todos los recovecos de mi cabeza,
haciéndome sentir más de un escalofrío, y más de dos lágrimas.
Pensé en ella, y en lo fuerte que era al tener que ver a su marido y
a su hija mayor marchar, con los dedos cruzados teniendo esperanza de
volvernos a ver algún día. Al hacer hincapié en los niños me
acordé de mis hermanos pequeños, que aún no entendían el porqué
de separarse de su padre y de su hermana sin explicación aparente.
Llevaba meses sin verlos, pero parecían días echándoles de menos
pues el recuerdo se mantenía tan vivo como la hoguera que alumbraba
el campamento hacia apenas cuatro horas. Eran mis pies los culpables
de que reconociera esas semanas corriendo, huyendo y escondiéndome
de aquellos que solo quieren privarnos de una oportunidad para poder
respirar. Las noches frías y el abrigo de mi padre permanecían en
mi mente, sobretodo esas largas horas nocturnas antes de la llegada a
las tiendas de campaña tan inhóspitas.
Las
olas empezaron a brotar de la mar en apenas segundos haciéndonos
partícipes de aquello que más nos asustaba en esta travesía. Los
dos únicos hombres que había tomaron las riendas de la navegación,
intentado controlar con sus medios mundanos los caprichos de
Poseidón, que estaban completamente fuera de su alcance.
Todo
se tambaleaba. Nos agarramos a lo que estuviera cerca nuestro,
nos agarramos a la vida. La fuerza del oleaje era demasiada para
nosotros, nos convirtió en seres diminutos sin apenas preguntarnos.
Los gritos comenzaron, seguidos de gotas saladas que no provenían
del mar. Alcé la vista. Una de las mujeres había caído,
precipitándose a un destino que ella sabía que era probable. Vi a
su hijo querer ir por ella, y a uno de los hombres impedírselo. No
conocía a esa mujer, no sabía su nombre, pero en esos momentos
aseguré que ninguno de los que estábamos allí sería capaz de
olvidarla nunca.
Me
pregunté a mí misma si mi padre estaría bien, si habría llegado
ya a nuestro punto de encuentro y estaría esperando. Recé. Al igual
que todos mis compañeros, recé. Mirando al cielo, esa velatura negra
con constelaciones cosidas a mano, imploré a mi Dios, y a todos los
que pudieran oírme, que nos ayudaran y no nos dejaran en esos
momentos, que siguiesen con nosotros un rato más.
Estuvimos
cerca de una hora así, suplicando piedad a los altos cielos. El
silencio volvió a reinar la noche, y se nombró él mismo
gobernante de almas perdidas. Estaba todo calmado, y nuestras bocas
cerradas. No eran silencios incómodos, sino todo lo contrario.
Sin
conocer la causa empecé a escuchar una melodía bastante popular.
Provenía de la anciana que estaba situada a mi derecha que con la
mirada tapada por sus párpados cantaba una nana. Ella fue quién
decidió ganar la batalla al silencio. Algunos la oían, otros
escuchábamos sin decir nada, prestando atención a cada palabra. Uno
de los hombres se unió al canto entre alguna que otra lágrima.
Luego fui yo y más tarde se unieron todos. Nuestras gargantas
sonaban unidas, enfrentándonos al porvenir y nuestras manos se
encontraron en aquel momento de pura fragilidad. Podía la muerte
querer mudez para ocultar sus intenciones, pero nosotros aquella
noche habíamos decidido plantarle cara.
Oh, bella niña
de ojos zafiro.
Devuélveme pronto lo que es mío,
lo más querido.
Pórtate bien con nosotros,
es lo único que te pido.
Oh, bella niña
de ojos zafiro.
No nos arrebates aquello
que tanto hemos pedido.
— ¡Allí,
mirad!
Había sido el niño pequeño, el más callado, el que había perdido
a su madre en el infierno azul, quién nos calló a todos con su
grito de alerta y su brazo levantado. Lo miramos a él, seguidamente
al lugar que señalaba con su dedo índice. Era un barco. Uno grande,
venía hacia nosotros. Pusimos nuestros brazos a disposición del
agua helada y con fuerza nos dirigimos a aquellos que nos buscaban.
Recuerdo el momento exacto en el que subí a aquella embarcación de
colores blancos y rojizos. Lloré como nunca antes había podido
hacerlo. Después de tanto tiempo intentando ser fuerte necesitaba
ser débil por una vez y dejar que la libertad se apoderara de mí.
Todos estaban igual que yo, acurrucados en mantas pero sintiendo
todavía el frío en nuestros huesos.
El miedo no se alejó de mi costado hasta que pisé suelo firme,
cayéndome a este y dando gracias de que mi corazón siguiera
latiendo. Tal vez, si no hubiese sido por aquel barco mis pies no
podrían disfrutar de nuevo la arena bajo ellos. En más de una
ocasión en mi cabeza brotó la posibilidad de que aquella gente
fueran ángeles que escucharon nuestras plegarias.
Vi a los compañeros de mi padre una semana después de mi llegada,
pero él no estaba allí. Se había entregado a las olas igual que la
madre de ese pequeño, igual que muchos que vinieron antes que
nosotros y otros muchos que ansían venir.
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