Carmen Ruiz: «He vivido 60 años con mi marido porque lo he respetado 'a tope'»

El conflicto bélico español fue su cuna, y la miseria de la etapa franquista su escuela. A pesar de todas las calamidades, la felicidad y el amor han echado raíces en su esencia. Ella está floreciendo, ella es la primavera cuando el mundo entero vive en invierno. 


LAURA RAMÓN ANDRÉU


Al otro lado de la ventana hace frío y el cielo parece entristecido por la soledad de las calles estas últimas semanas. Por eso llora, y sus lágrimas se adueñan de cada rincón de la ciudad. Carmen, a través de sus gafas, contempla el exterior desde el calor del salón y el abrigo del fular morado que siempre adorna sus atuendos en días gélidos. Cuando nota mi presencia sonríe y con su mano derecha, pálida e hinchada, alza el mando de la televisión para hacer callar a aquellos que ocultan verdades y escandalizan con su histeria colectiva amasada en platós.  

Sentada en un sofá amarillo, que ya sabe de memoria su anatomía, mira en mi dirección con las manos sobre su regazo, sujetando un pañuelo blanco, esperando a que comience. No quiere que nos retrasemos porque pronto se hará el mediodía y hoy es la encargada de poner a calentar las ollas y sartenes. Le echa una ojeada al reloj plateado que estiliza su muñeca izquierda y, seguidamente, intenta remodelar con ambas manos su cabello que debería ser rojizo, pero que con las semanas ha adoptado una gama anaranjada. Mientras tanto, se crea en la sala un silencio que solo es devorado por el gruñido ensordecedor del diluvio. “Te voy a confesar algo”, le digo cuando nuestras miradas se encuentran. “Los días así, de tonos grises, me ponen nostálgica y me devuelven a mi infancia. Carmen asiente conforme las palabras llegan a sus oídos e inicia su búsqueda de recuerdos por las esquinas. “¿A ti también te ocurre?”, disparo. 

— Sí, me acuerdo de que cuando yo era pequeña llovía mucho más que ahora y los caminos no estaban asfaltados. En días como estos, cuando teníamos que ir a misa o a comprar íbamos con unas zapatillas, y llevábamos los zapatos en la mano. Así, cuando llegábamos a la Iglesia nos poníamos los zapatos nuevos.  

Ha contestado sin vacilaciones, y por un momento he podido imaginar a una Carmen de siete u ocho años que mientras camina sumerge sus pies en el barro, y que, con sus manos, protege su calzado dominical. Me sorprende su capacidad de viajar tan atrás en el tiempo y saber plasmarlo de forma que la otra persona dibuje una imagen en su mente. Tiene 83 años, y como es habitual en la gente de su ‘quinta’, se convirtió en adulta antes de lo necesario.  

La ilusión es un sentimiento esencial en la humanidad. ¿Qué ilusiones tenías cuando eras una niña? ¿Con qué soñabas? 

— La verdad es que, si mis padres hubieran podido ayudarme, me hubiera gustado estudiar. A mí me gustaba mucho, pero no pudo ser. Tuve que cuidar de mis hermanos para que mis padres trabajaran. 


«Miseria, hambre, poco trabajo y mucha necesidad»
 

Al igual que Carmen, han sido muchas las generaciones de niños y niñas que tuvieron que alejarse de la escuela y del peso de los libros en la espalda para cargar con un peso mayor: la responsabilidad de cuidar la familia y ganar dinero por y para ella. Cuando Carmen nació el conflicto bélico que separó a España en dos bandos ya había comenzado. El país se dividía y el pueblo salía a la calle a defender su elección ideológica, o al menos eso creían. Entre vecinos había sospechas y en los hogares escasez de un “todo” que quemaba la garganta aun sin tragar saliva. Lo que fue el gran ensayo de la guerra mundial que empezaría unos años más tarde, fue también un episodio trágico para toda la población, especialmente para las clases obreras, el estrato social más bajo de una pirámide construida con dinero y derecho de sangre. 

— Naciste en 1936, en el inicio de un fin. ¿Cómo lo vivisteis en tu familia? 

— La guerra nos afectó muchísimo. Mi padre se fue y yo nací mientras él estaba en la guerra. Él regresó cuando el conflicto había terminado, yo era pequeña. Lo pasamos muy mal después de que aquello acabara. Había mucha miseria, mucha necesidad, mucha hambre y poco trabajo. Recuerdo muy bien todo lo que sufrimos en mi casa, mi padre trabajaba en lo que podía. Sin embargo, tengo muchos recuerdos felices de aquella época. Solo con tener una madre y un padre tan buenos como los que yo tenía, que se mataban por trabajar y por llevarnos cosas para comer... Mi madre todos los días del mundo ponía la olla, y hambre, lo que se dice hambre, no pasábamos. 

La voz se le entrecorta en las últimas palabras que ha podido pronunciar antes de que su mirada tenga que dirigirse al techo para intentar no imitar a las nubes que siguen ahí fuera y que la espían desde los balcones. Niega varias veces con su cabeza, y sus aros de oro comienzan un ligero baile que no dura mucho. Quizá la tristeza también quiera apoderarse de ella. Reto complicado, pues, aunque sus ojos evoquen a una pena, su sonrisa recuerda su amplitud característica y vuelve a ella. La Mona Lisa reencarnada en una mujer de barrio. 

Háblame del amor. Tú lo encontraste pronto. 

Sí, lo conocí con 17 años. Pronto empezamos a salir, los domingos nos juntábamos para dar alguna vuelta y comernos unas “avellanicas y unas cervecicas”. 


«El secreto del amor verdadero existe»
 

— ¿Crees que el amor ha cambiado? ¿Hay diferencia entre la concepción del amor de cuando tú comenzaste esa vivencia al amor que hoy se manifiesta? 

— Sí, ha cambiado mucho. Lo principal, en el respeto. Antes entre las parejas había otra clase de respeto, el noviaje se apreciaba y se valoraba más. Cuando tú querías a alguien, lo querías de verdad, no para pasar el rato. 

— ¿Y hay algún secreto para ese amor? Al amor verdadero, me refiero. 

— El secreto del amor verdadero existe. Existe porque si tú quieres a una persona, y deseas estar con ella, tienes que respetarla. Yo he vivido con mi marido sesenta años porque lo he respetado ‘a tope’. Yo no he conocido a otro hombre mientras he estado con él. Yo lo he respetado a él, y él a mí, mutuamente. Ese es el secreto. 

Una curva fina, y de un color que transporta a la playa y a sus corales, se resalta entre su tez pálida y consigue elevar sus pómulos una vez más. Hay amor en ese gesto risueño, al igual que hay amor en cada palabra, cada sílaba y cada letra que ha compartido hoy. La pena, la agonía y el sufrimiento tienen cabida en nosotros, en nuestro ser, en nuestra alma. Pero Carmen ha sabido cerrar con llave ese armario de madera de arce duro, y le ha impedido vencer. La luz y el amor son más fuertes, el enamoramiento perdura, aunque una de las personas enamoradas ya se librara hace unos años del peso del dolor humano.  

Amor, ojalá nos tropecemos todos pronto contigo, como Carmen te encontró ya hace unos cuantos inviernos, y los convirtió en primaveras.

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